Es imposible un cambio real en la política colombiana mientras esta siga atrapada en el bucle de corrupción de quienes la controlan. Los discursos de paz, legalidad y transformación han sido solo eso: discursos. Palabras lanzadas en plazas públicas que se disuelven bajo el oscuro abrigo de una corrupción que nadie quiere —o puede— romper.
Los corruptos están cómodamente enquistados en todo el espectro político colombiano, con la complacencia de quienes los eligen. Hay una sociedad enferma que prefiere ser gobernada por la deshonestidad, porque impera el miedo a abandonar las certezas, miedo a romper la “costumbre” de traficar con las necesidades.
En los últimos quince años —Santos, Duque y Petro— los gobiernos han estado marcados por escándalos monumentales de corrupción, propios y de sus funcionarios. Cada uno, a su manera, ha usado el poder y la mentira para mantenerse políticamente vivo en una sociedad que conocen bien: sin memoria, sin valores y sin vergüenza de volver a elegir a los mismos. ¡Borrón y cuenta nueva! Se reparte el sancocho en el barrio y el botín en los clubes y salones de la democracia.
Juan Manuel Santos se hizo el santo mientras su campaña recibía financiación a cambio de entregar billonarios contratos a Odebrecht. La contratación en su mandato estuvo viciada desde los más altos niveles y con los clanes políticos más corruptos del país, salpicando incluso al poder judicial, mientras vendía el proceso de paz como cortina de humo. Sus esfuerzos por mantener la imagen de Nobel de Paz quedaron enredados en las sombras de una de las redes de corrupción más grandes de América Latina, donde hubo presidentes investigados, encarcelados e incluso muertes. Y Santos, como si nada. Porque en Colombia se ama, encubre y defiende al jefe de turno.
La supuesta renovación de la derecha con Iván Duque y su promesa de lucha contra la corrupción se desplomó con el contrato multimillonario de Centros Poblados: recursos que, hasta hoy, no se han recuperado del todo. La exministra Karen Abudinen sigue tranquila en el país de la amnesia y la impunidad, con su investigación archivada y trabajando a la sombra del partido Cambio Radical. Normal. Así terminó la transparencia y la legalidad de “el que la hace, la paga”.
Y la cereza del pastel en esta torta de corrupción la ha puesto el gobierno izquierdista de Gustavo Petro: “el cambio de corruptos”. Un cambio que ha resultado en frustraciones e ilusiones desvanecidas, con funcionarios saqueando recursos públicos para comprar reformas en el legislativo y nombrar magistrados que aseguren impunidad para las investigaciones contra el presidente.
Un cambio que ha querido comprar la gobernabilidad sobornando a los presidentes del Senado y la Cámara, hoy presos mientras la Corte Suprema de Justicia evalúa su responsabilidad en el mayor escándalo de corrupción de los últimos años: el de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD). Y mientras tanto, la población más vulnerable, como la de La Guajira, sigue sin una gota de agua potable —ni siquiera para bajar el taco que dejó semejante escándalo. Aunque hay algunos investigados, dentro de un año el país hablará de otra cosa, olvidará sus rostros y los carrotanques, y volverá la sed de dinero a las rancherías, en la feria de votos para los populistas de turno.
Pero, ¿de qué sirve recordar los festines de corrupción de gobiernos de izquierda y derecha, si hemos perdido la memoria? ¿Si la política anticorrupción se reduce a llenar un cuestionario en línea para acceder a un cargo público? ¿Si la ignorancia del elector marca el tarjetón pensando en un bulto de cemento y no en su desarrollo integral?
La desesperanza ha alcanzado la misma profundidad que la corrupción. Y aún no hemos tenido el valor —ni el deseo— de sobreponernos a ella.
¿Vamos a seguir nadando en corrupción?
0 comentarios